lunes, 9 de enero de 2012

Un parentésis avanzado... del 2008



No volví a comer ciruelas desde aquella tarde.
Era verano. O al menos hacía calor. Había en todo el ambiente de la ciudad un intenso olor a muérdago. 
¿Cuál es ese olor? No sé. Sé que se acercaban las fiestas, que el olor era a algo como muérdago. 
Y el camino también parecía estar alambrado de algo como muérdago.
La vi por última vez así. Sentada en la silla de esa especie de kincho comedor improvisado que daba al patio de su casa. Estaba pelando ciruelas, con las uñas, y las comía con la ansiedad de alguien que hace mucho no come, con la desesperación de saber que quizá sea su último bocado, y a su vez con una expresión de dolor de alguien que no puede pasar un mínimo gramo de nada por su garganta.
Me desesperaba, quería hacer algo, algo que fuera a salvarla de una vez, pero tenía un miedo tremendo.
Nunca supe muy bien qué hacer frente al dolor ajeno. Mi primo planchaba la ropa. Y ella seguía en su arduo trabajo de pelar las ciruelas y devorarlas. 
Mi vieja como siempre hablaba sin parar, así suelen ser las madres. Mi hermana seguía atenta la conversación. Yo estaba en un atónito silencio observando la escena. 
Tiré sarcasmos para romper el hielo, la hice reír. Pero eso no iba a salvarla. Yo lo sabía, ella lo sabía y todos los demás ahí que me miraban con gesto de "no es momento" también lo sabían. Pero yo no sabía qué hacer. Así que volví a quedarme callada. Lo que sucede con las personas que mandan a callar es que acaban por ser buenas observadoras. Yo no me creía ni me creo tal cosa. Sólo que en aquel momento, sin poder poner mi atención en el diálogo aboqué todo mi interés a memorizar esa escena. 
Quizá no tuve que hacer esfuerzo alguno, las escenas traumáticas, no piden cuentas a la memoria, ya vienen fabricadas para asociarse de por vida a ella.
Quizá no era que me mandaran a callar, porque lo han hecho muchas veces y no eh respondido a ese pedido. El hecho era que no me salía caretearla. Así que sólo observé. Y observé.
Los cuadritos de porcelana que adornaban la pared de ladrillo a la vista, el cantero que siempre me desconcertó adentro. Pensaba en lo venida a bajo que se veía la casa, sacaba cuentas de la decadencia de una persona cuando se enferma, me entristecí, pensé en mi vejez, pensé en las veces que hablé con ella sobre esto o aquello. Mi primo seguía planchando, cada tanto sonaba el timbre y salía rápido a atender a aquel negocio que funcionaba en el garage de la casa. 
Pero no podía obviar, por mucho que me esforzara, que el lugar olía a remedios, que ella se veía fatal, que todo había perdido la luz y el color, era un momento tenso, de angustia, porque nadie quería pronunciar lo que todos veíamos, la muerte estaba sentada en esa habitación, cruzada de piernas, tomándose, quizá un martini, o un jack daniels, mientras ella sufría, y aquel tumor (temor) le ensanchaba el estómago. 
Nos fuimos esa tarde a una capilla cerca de su casa, mi vieja y mi hermana no paraban de decir que iban a rezar y que lo mal que estaba. Yo seguía sin saber qué hacer. Recuerdo que entré en la capilla y me llamaba la atención un pesebre gigante que habían hecho, trataba de evadirme, pero la realidad me empujaba a mirar a la muerte que se asomaba como pidiendo permiso. Así que ya de rodillas sólo atiné a decir "por favor, que no sufra".
No sé si me dolía más verla sufrir, enferma y dolorida. O si me jodía que la mina fuerte y alegre, rosagante y risueña que había sido se había convertido en un ser pálido, demacrado y de una forma extraña, como hinchada. Todo era enfermedad. Y ya se respiraba a velorio.
No sé por qué no lloré ni ese día, ni los siguientes. Luego vinieron con la noticia. A decir verdad ya la estábamos esperando, los pronósticos de la ciencia son la condena de la nueva era.
Nunca hice un duelo por ella. A veces, los domingos a la tarde, creo que va a llegar a sentarse en el parque a tomar mate con mi vieja. 
Vino un par de personas a darme un merecido abrazo para la ocasión, no sentí nada. Porque nunca pude hablar con nadie de aquella tarde. 
Nunca entendí el coraje con el que mi abuela enfrentó la situación.
Pasaron como tres o cuatro años... Todavía no le encuentro la gracia a lo festivo. 
El muérdago sigue oliendo triste. Y no tengo idea como se hace un duelo.
Lo que sé es que los tres que más parecían estar unidos se apuraron para encontrarse arriba.
 También sé que nunca pude despedirme:

"Chau, tía. Perdoname por ser tan neurótica.."

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viernes, 28 de octubre de 2011

Yo crecí en una casita así y asá..

"En mi infancia Tolosa era verde
y con tranvía"

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Yo crecí en una casita así y asá. En el medio de una calle de tierra. En el corazón de una manzana. Y era todo un fruto aquella casa. Corazón. Puro corazón de manzana.
El patio amplio, tan grande que en él cabían gallineros, conejos, galpones, parrillas, árboles frutales, huertas, plantas de todo tipo.
En cada mínima cosa verde de ese patio se respiraba el olor del campo. En cada silencio, se escuchaba el viento de las montañas de Italia.
En verano olía a limones. Porque preparaban con las cascaritas lemonchelo. Y todo el patio olía a limón fresco. Y por las noches, había que sentarse a mirar las estrellas con esos vasos tan chiquititos que de un sorbo te quemaban las ideas, las penas y todos los sentidos.
Pero casi siempre, olía a tomate. a tomate fresco y albahaca. Las mesas del patio tenían potes con tomates pelados a los que pasaban por un filtro para sacarle las semillas. De ahí hacían salsas. Salsas bien tanas, para ponerle a todas las comidas. Y cuando no, mermelada. Y que bien olía la casa cuando era mermelada.
Comíamos ranas, palomas y caracoles.
Tomabamos leche de cabra que le comprabamos a un señor que pasaba vendiéndolas en botellas de vidrio con un carrito tirado de un caballo. Era poético. Era bien de campo.
Con las patas limpias, mi abuelo me metía en un fuentón para pisar uva. Arriba la vid. Abajo la vida. Yo bailaba dando saltitos felíz y el crujir abajo de los pies era como la lluvia.

Recuerdo que enfrente de la casa de mis abuelos había un campo. Ahí habitaba el terror. Debajo de las piedras, magicamente, salían serpientes. Eran el monstruo que había que evitar. Era el terror de que por las noches, temíamos, con mi hermana, que pudiera meterse en la casa alguna.

De día, mi actividad más preciosa era ir a comparar yogurt, en la bolsa los envases retornables de Parmalat chinchineaban al compás de mis pasos. El almacenero me saludaba con un beso y yo lo odiaba por eso. Pero aun así, todo era bonito.

Había un misterio, decía mi vieja que antes, hacía muchos años atrás, esa zona era un cementerio de los indios. Jamás lo pudimos comprobar, mi hermana y mis primos habíamos hecho arduos trabajos de investigación de campo al respecto. Apenas encontramos un par de plumas atadas una vez en la casa vecina. Y aunque no dormimos por una semana, volvíamos cada día a buscar indicios. (Las ventajas de ser niño, uno no le teme a casi nada mientras haya luz de día).

Una vez me mandé una macana, mi viejo había pintado una puerta y se la decoré con aserrín antes que se secara. Me escapé, me escondí en una casa de la vuelta. Y todos se preocuparon mucho. Nunca sentí remordimiento por eso. Ahí empezó mi vida adulta. (Aunque tuviera seis años).

Todavía me parece ver a mi abuela pasearse por el patio en delantal, o a mi vieja con pañuelo en la cabeza. Las veo tomando mate, cantando canciones napoletanas, siempre alegres y amargas, tendiendo la ropa, baldeando el piso pegoteado de frutas.
Todavía escucho a mi abuelo gritar "Mariiee, Mariieee" sólo para molestarla, sólo para reírse un rato. Y a mi abuela responderle "Mannashe, qué vo, Anieee" enojandose sin enojarse, quizá sólo para complacer a mi abuelo. Y hacerme gracia a mi, en completa complicidad.

Yo crecí en una casita así y asá. Que siempre olía a comida. Que en la sobremesa se escuchaba la banda sonora de Bonanza. Y que la siesta era una bendición para los niños mientras los adultos procuraban el progreso de la familia. Los retratos hablaban de distancia. De la guerra se decía que era algo triste, que había que evitar. (y se empañaban hasta los cristales de lágrimas)

Yo crecí en una casita así y asá donde las fiestas tenían tablones inmensos en donde cabía media comunidad italiana. Todo era un griterío alegre. Y hasta cuando se peleaban, se sabían sostener la mano.

Y aunque todos digan que esas son las cosas que marchita el tiempo, yo estoy segura de que todo se fue muriendo desde el día que a mi mamá se le rompió el tocadiscos.
Ya nada volvió a sonar igual. Y hasta el café perdió el olor para no desentonar con la luz gris que se empeñaron en dar las lamparitas. Un día asfaltaron la calle. Otro día nos mudamos un par más hacía el centro. Ya no festejabamos más todo juntos. La casa fue perdiendo el eco de los griterios, sin eco los árboles se entristecieron, el viento ya no tenía vibración que  llevar. Los animales se fueron muriendo. Las persianas cerrando, los días apagando. Las piernas de mis abuelos se fueron cansando.
Y ahí si, todos nos volvímos adultos.Tan adultos que esa casa será, seguramente, un gran buwlding tower lujoso, recibiremos una buena suma y todo habrá sucumbido al olvido. 



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domingo, 19 de junio de 2011

En tu sueño..



Que te extraño. Eso vengo a decir. Porque los cementerios, ya sabrás, nunca me gustaron. 

No porque me parezcan lúgubre ni me den miedo. Me parecen el símbolo del abandono y creo que lo único que ahí me aterra es el entusiasmo por quedarme. Yo he visto en cementerios más vida que afuera, como he visto en psiquiatricos más cordura que afuera, o más libres en cárceles que afuera. Etc.

¿Qué queres que te diga? La cosa no ha cambiado mucho. Seguramente me preguntarías si volví a ponerme de novia y yo te respondería con voz amarga "No, nonna, nunca más" y vos cerrarías los ojos comprendiendo toda mi amargura. 

La cosa es que te extraño, y yo sé. Yo sé que estás mejor ahí, que fueron dos años de mucho sufrir. Pero te extraño, egoístamente lo hago. Seguro andás sumida en un sueño profundo, donde volves a la ladera de aquella montaña y el paisaje es Italia, y el viento te vuela la pollera negra que te obligan a usar en el convento, seguro andas corriendo por el verde para ir a buscar frutos y verduras a la tierra basta, herencia de tu madre, para guardar para el invierno, seguro tus cantos de niña son interrumpidos por el vuelo de un dornier o un p-51. 

Seguramente andabas paseando por la playa porque los barcos a lo lejos te recordaban la vuelta de tu padre el viejo capitán de navío. Seguramente saldrías corriendo con el desembarco de los ingleses en la costa. O andarás tejiendo en el pasado los recuerdos en mantitas o en mantelitos para mesas muy chiquitas. Ya ves, nonna, yo no quiero interrumpirte en ese cálido sueño. 

Yo misma me dormiría por un rato bajo el halo negro para poder volver a tomar tu cafe con gusto a lavandina que te enojaba que no lo llamemos "ristreto" ... El café de los fuertes.

Extraño que suene el timbre, como cuando era chica, y el grito de mi vieja "abrile que es la nona" y la nona llegaba con una bolsa llena de cosas, era comida más que nada, comida casera e italiana. Y en casa todos nos preparábamos para el banquete. 

Y yo no me acuerdo mucho de mi infancia, pero me acuerdo de tus mimos, nona. De tu alma fuerte y testaruda y de tus mimos. 

¿Qué te puedo decir? Si al fin y al cabo todo esto es porque te extraño. Pasan meses y te extraño.

Extraño tu sonrisa pura, cómo es posible que una mujer que vivió tantas cosas atroces conserve esa pureza en la sonrisa...

Te extraño vieja, y lo peor de extrañar a un muerto es que no podes hacer un carajo con eso.


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miércoles, 9 de febrero de 2011

Richiamo..


Te prometí que iba a intentar con todo el énfasis hacer de tu vida algo más legendario que tu amargo y crónico final.

...pero cada vez que me siento a escribirlo.. No puedo evitar extrañarte.  Y ya no sé qué demonios contar.

Jodida, orgullosa, necia, caprichosa, obstinada, con un carácter de huracán. Así te quise. Y así de memorable son tus historias cuando las evoco. LLENAS DE TU FUERZA Y DE TU TEMPLE.

Vieja resongona. Que vacío dejaste. 

Si. Cuanta verdad escondía tu falta de fe en la gente.

 ¿Con qué fuerza convivías a diario con esa contradicción?

¿Con qué fuerza te aferrabas a la vida? 


(Y ahora quién me lo responde...)

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viernes, 29 de octubre de 2010

Raphael, el capitán.

Corría finales del S.XVIII. Raphael Lamberti tenía no más de cuatro o cinco años de edad.
El amaba los barcos, los barcos eran su pasión.
Se escapaba de su casa para ir hasta el puerto de la Costa Amalfitana. 
Ahí jugaba, crecía, aprendía. No había forma de retenerlo en su casa, en su barrio tranquilo y pueblerino. No había juego oportuno que no fuera con los marineros, en el puerto, o ya subido a algún barco.
Raphael era un niño entusiasta. Llevaba en el la sangre de Marco Polo...de Alejandro Magno.
Su alma indomable ya lo hacía fijar su sueños más allá de donde pisaban sus pies.
No, definitibamente la tierra no tiene gravedad suficiente para retener a los que vuelan.
Raphael había encontrado una manera de desprenderse. Navegar.
El tiempo pasaba rápido. Tan rápido que el oleaje, el sol, la vida allí le arrugaba la frente.
Así transcurría la mayor parte del tiempo. Hasta que por fin logró hacer su primer viaje. 
Ya había crecido bastante. Lo suficiente, al menos, para desprenderse de su madre y su padre.
Armado de su sabiduria por propia experiencia y de los conocimientos de la época, Raphael llevaba de equipaje una rosa de los vientos, un par de mapas, brújulas, miradores, y una caja de té en hebras que le habían regalado sus parientes.  Claramente, siempre el escapulario con el retrato de sus padres lo acompañaba. (Algún signo de la vida en tierra, porque hasta las aves más empedernidas posan sus patas cada tanto para descansar, o simplemente, para tener donde regresar...Para tener a donde pertenecer).
Raphael cumplía su sueño. Ya era un hombre, los pantalones cortos los había abandonado ese verano. Y era tiempo de empezar a hacer camino. Su camino.
"Camarada" le decían. Y el era felíz.
Se paseaba haciendo todo lo que fuera necesario, de un lado a otro en el barco.
Conoció ciudades, paises. Sobretodo, conocío al mar desde sus entrañas, su bravura, su consistencia.
Aprendió que el mar puede ser tan rígido como un golpe seco, tan flexible como las arenas movedizas.
Aprendió a leer el tiempo en las nuves. En los cambios del color del cielo.
A guiarse por las estrellas. 
A divisar faros en las orillas.
Logró ganarse el respeto en cada nuevo puerto.
Su vida era viajar. Así fué aprendiendo, aprendiendo y aprendiendo.
Hasta que logró ser Capitan de navio. El sueño de cuando niño.
Y su barco, su barco se llamó "María".


...To be continued.